6 de septiembre de 2013

Sólo ida

Hoy os dejo otro pequeño cuento, que envié para la edición de 2013 de los "Cuentos sobre ruedas" de la compañía ALSA: 

Sólo ida

Se despertó bruscamente con aquel traqueteo tan característico que hacía el autobús al cambiar de ritmo, justo antes de detenerse por completo. No sabía con exactitud cuánto tiempo llevaba adormilado, aunque le daba la impresión de que no debía ser mucho, a pesar de que el cielo había comenzado ya a adquirir un suave tono anaranjado.

Tratando de evitar llamar la atención se desperezó con la mayor discreción con la que fue capaz; tenía las piernas entumecidas, pero la opción de bajarse a estirarlas en la siguiente parada no le hacía ninguna gracia, por lo que prefirió quedarse donde estaba. En su lugar, para entretenerse, se dedicó a observar detenidamente los rostros de los viajeros que le acompañaban.

Las caras que le rodeaban no tenían nada que las hiciera especiales. Y, sin embargo, se sentía fascinado por todas y cada una de ellas. Desde que tenía uso de razón le había gustado observar a los que, de manera fortuita, se convertían en sus compañeros de viaje durante unas horas. Estudiaba sus rostros y expresiones, y se entretenía imaginando cómo serían sus vidas más allá de los cristales de las ventanillas. Amantes despechados, artistas frustrados, idealistas insaciables… toda una multitud de los más variopintos personajes desfilaban por su imaginación, adquiriendo el aspecto de los pasajeros que subían y bajaban en cada estación. Era consciente de que aquella pasarela no era más que un producto de su mente. De hecho, lo más probable era que cada una de esas personas no fuera sino lo que mostraban hacia el exterior: gente normal, quizás mediocre, con vidas mecánicas y sueños olvidados. Gente como él. Y, sin embargo, a pesar de todo, aquel curioso juego no perdía jamás su atractivo.

El autobús ya había abierto sus puertas, y la coreografía que anunciaba el intercambio de pasajeros estaba en marcha: algunos, apresurados, cogían su equipaje dispuestos a bajar mientras unos pocos subían los escalones para ocupar los asientos que acababan de quedarse vacíos. A pesar de que había más huecos que antes, no pudo evitar sentir cierta tensión: con disimulo, alejó su roída mochila un poco de sí mismo, ocupando parte del asiento contiguo. No era una invasión total, aunque dejaba claro el mensaje para todo aquel que quisiera leerlo: los compañeros de asiento no eran bien recibidos.

Lo cierto es que no le molestaba tener a alguien a su lado, siempre y cuando ambos mantuvieran una distancia prudencial. Le importunaba la gente aburrida dispuesta a pasar horas conversando o, lo que era peor, hablando sin la menor intención de escuchar. Prefería a alguien silencioso, alguien con la mente ocupada que ni siquiera reparara en él. Por desgracia, la gente cada vez tenía más miedo a la introspección, y prefería rellenar sus horas con conversaciones banales, dignas del más incómodo viaje en ascensor.

Las puertas, por fin, se cerraron, y sus miembros se relajaron. Podía seguir observando a aquellas personas desde la posición privilegiada que le ofrecía su asiento, sin tener que interactuar con nadie. Sus ojos, ocultos tras aquellas oscuras y, a estas horas, innecesarias gafas de sol, se mantenían abiertos. Sus oídos, cubiertos con unos auriculares que hacía meses que no habían emitido ningún sonido, estaban alerta, tratando de captar cualquier fragmento de conversación que diera pie a su imaginación. Era el disfraz perfecto, que le transfería un aspecto de total indiferencia hacia el resto del mundo que distaba mucho de lo que sentía en realidad.

Sin embargo, aquella expectación no duró demasiado. Desde su asiento apenas si alcanzaba a ver a un par de pasajeros, que parecían tan apáticos como él. La oscuridad y la hora no ayudaban demasiado; el autobús entero parecía sumido en una especie de ensoñación, como un microuniverso completamente aislado del frenético ritmo del mundo exterior. Miró por la ventanilla, consciente de que la oscuridad de la noche no le permitiría ver nada. Se sentía reconfortado observando únicamente aquel oscuro vacío. La paz temporal que le proporcionaban estos viajes era una de sus sensaciones preferidas.

Quizás por eso había elegido pasar de este modo los últimos meses. No era su medio ideal, era cierto; pero al menos se acercaba.

Como tantas otras personas, desde niño siempre había querido poder decir aquello de “Deme un billete para el primer avión que salga; no importa el destino.” Opinaba que, después de todo, el fin del camino no siempre es tan importante como el recorrido hacia él. La vida, al menos, funcionaba así. Quería experimentarlo por sí mismo: ser capaz de olvidarse de todo, ampliar sus horizontes, conocer costumbres nuevas… hacer, en definitiva, algo que siempre pudiera recordar al mirar atrás. Algo que le hiciera sentirse vivo.

Pero nunca había encontrado la oportunidad; o nunca había querido encontrarla. Cada vez que esta idea cruzaba su mente, cientos de excusas se interponían en su camino: una carrera que terminar, un jefe al que rendir cuentas, alguien a quien dar explicaciones… Jamás era el momento apropiado.

Hasta que llegó aquel día. Las cosas no podían ir peor (en realidad sí, pero le costaba admitirlo), y sin embargo iban igual para él que para la mayoría de la gente a la que conocía. Sus sueños de niñez habían ido resquebrajándose con el paso de los años, y ahora apenas si quedaba una sombra de lo que habían sido. No sólo se había acostumbrado a la mediocridad, sino que a veces incluso ansiaba alcanzarla. Lejos quedaban sus aires de grandeza, esos sueños en los que encontraba la felicidad a través de una pasión que lo contagiara todo. Sus aspiraciones se habían convertido en pequeños trabajos cada vez más breves y escasos. Sus sueños en vanos recuerdos que a veces volvían a su mente contagiándose del sabor amargo del café que le espabilaba por las mañanas.

Los que le rodeaban no eran ajenos a esta decadencia, aunque poco podían hacer para evitarla. Cada uno de ellos tenía sus propios problemas, y el poco consuelo que podían ofrecerle siempre se daba de bruces contra un muro de autodestrucción que cada vez se hacía más infranqueable. Poco a poco se fue alejando de todo y de todos; les fue perdiendo uno a uno, hasta que al final sólo quedaba ella a su lado. Aquello le costó más, aunque no hizo nada por evitarlo. Forzó su paciencia hasta límites insospechados. Cuando finalmente también la perdió, supo que nada ni nadie más le ataba a aquel lugar.

Por eso aquella mañana decidió que era entonces o nunca. Daría ese paso que tantas otras veces había imaginado en su mente. Las circunstancias, sin embargo, no eran las ideales, y una vez más, tuvo que adaptarse. El resplandeciente aeropuerto de sus sueños se presentaba ahora con la apariencia de la familiar estación de autobuses de su pequeño pueblo. Y en lugar de la frase que tantas veces había ensayado, tuvo que conformarse con un lacónico “Sólo ida.” Pero, a pesar de estas diferencias, la experiencia hizo que despertara en él un sentimiento que llevaba tiempo dormido: un pellizco de emoción envolvió su estómago a la vez que una incipiente ilusión se apoderó de él. Por primera vez en años había actuado de manera impulsiva. Hacía tiempo que no se sentía tan vivo.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos, una vez más, por el cambio de ritmo del autobús. Habían llegado a otra parada. A pesar de la hora, aún había gente esperando en la dársena la llegada de algún viajero. Gente que, pese a todo, mantenía aquel brillo en los ojos que tantas veces había visto durante su época de estudiante.

Recordaba cómo, años atrás, cuando el peso de los libros en su mochila parecía hasta reconfortante gracias a sus ilusiones, visitaba cada semana una estación parecida a aquella. Recordaba el miedo con el que partía las primeras veces, y la autosuficiencia que le proporcionaba el sentirse prácticamente un adulto las demás, de camino a su lugar de estudios, dejando atrás su casa, pero con la certeza de que todo seguiría igual cuando regresara. Del mismo modo, venían a su mente las imágenes de los viajes de vuelta a casa, ansiados algunas veces, monótonos otras, pero siempre con el mismo fin: la sonrisa alegre de su madre y la mirada seria pero llena de orgullo de su padre, años antes de que el cáncer se lo llevara para siempre. Aquel trayecto de regreso siempre era similar pero no por ello menos efectivo; pasara lo que pasara, sabía que habría alguien esperándole al final del viaje. Sentía en lo más profundo que no estaba solo. Siempre con un destino claro en mente; siempre de la mano de un viejo autobús como aquel en el que se encontraba ahora.

Llevado por un impulso se echó la mano al bolsillo y sacó su teléfono. A pesar del temblor nervioso que agitaba su brazo, marcó el número de memoria, sin tener que consultarlo. Cuando, después de unos interminables segundos descolgaron al otro lado, nadie dijo nada, aunque se podían oír las respiraciones de ambos, uno a cada extremo de la línea. No había vuelta atrás. Las ideas se agolpaban en su mente, y sólo fue capaz de articular unas cuantas torpes palabras antes de colgar de nuevo. Suspirando, volvió a colocarse los auriculares aunque, como ya venía haciendo desde hacía tiempo, no pulsó el botón de encendido.

Las horas transcurrieron lentamente mientras, harto de intentar conciliar el sueño, no podía evitar recrear, una y otra vez, esa llamada. Las palabras que había pronunciado estaban grabadas a fuego en su mente, y cada vez que las recordaba le parecían más inútiles y vacías. Había vuelto a hacerlo: había hecho el ridículo en el momento menos indicado. Deseaba volver atrás, tener una segunda oportunidad. Pero la vida demostraba una vez más que era un maldito avanzar inexorable, sin lugar para las rectificaciones.

Al otro lado del cristal comenzaron a asomar las primeras luces del alba. El color del cielo se aclaraba poco a poco, y las sombras de la noche iban dando paso a unas siluetas cada vez más nítidas. En algún punto el paisaje comenzó a hacerse cada vez más familiar. El suave movimiento del autobús le llevaba por caminos que despertaban recuerdos de los que ya ni siquiera era consciente. Cada curva del trayecto, cada árbol que seguía ahí le transportaban a lo que un día fue, mientras una extraña mezcla de sentimientos se iba apoderando de su interior.

Todo lo que veía le resultaba conocido, aunque cubierto por una ligera capa de novedad. Sin embargo, no era lo que le rodeaba lo que había cambiado, sino él mismo.


Casi sin darse cuenta, el viaje llegó a su final. Se oía un ligero murmullo en el interior del autobús, mientras los pasajeros se preparaban para abandonar el vehículo una vez detuviera su marcha. Él se debatía entre quedarse ahí, agazapado, o salir de aquel autobús y enfrentarse por fin a la realidad. Sin decidirse del todo, con un punto de nerviosismo, echó un último vistazo al exterior, tratando de comprobar si, a pesar de todo, su torpe llamada había tenido algún efecto. En medio de la gente no le costó, sin embargo, distinguir lo que buscaba: esos ojos; esa mirada que le decía que, a pesar de todo, seguía ahí, esperándole. Sólo entonces se dio cuenta de que el fin del viaje no estaba en los lugares, sino en las personas que los habitaban. Confirmaba, pues, lo que sospechaba desde hacía tiempo: que, en el fondo, su único destino era ella.

(Let music fill your life...)

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