Aprovecho hoy para compartir un pequeño relato que escribí hace ya unos meses para el Segundo Certamen de Relatos Breves "Yo, deportista" convocado por el Instituto Andaluz del Deporte. (Lógicamente) no resultó premiado, aunque sí tuve la oportunidad de publicarlo en formato digital (podéis encontrar el volumen completo aquí). Espero que os guste:
A solas
Un. Dos. Un. Dos. Un. Dos…
El eco de sus pasos, regular y mecánico, posiblemente era su
sonido favorito en el mundo. Le gustaba correr; no había otra forma de
expresarlo. Daba igual si hacía frío o calor, si amanecía o anochecía: jamás
pasaba un día sin que dedicara al menos un par de horas a esta actividad.
No dejaba de ser curioso: lo cierto es que nunca había sido
un hombre muy disciplinado, y se le podía considerar un desastre en muchos
otros aspectos de su vida. Pero a la hora de correr se transformaba en una
persona diferente.
A menudo, en el trabajo, le preguntaban por el motivo de su
afición. Algunos incluso trataban de disuadirle de que continuara con ello
utilizando todo tipo de argumentos: la soledad, el cansancio, el dolor… Desde
la comodidad de sus aburridas sillas de despacho, cualquier esfuerzo físico
parecía un sinsentido mientras golpeaban compulsivamente sus teclados y miraban
con nerviosismo el reloj ansiando que llegara la hora del cigarro.
No había duda de que las preguntas de sus compañeros estaban
más que justificadas. Al
Ante ese tipo de conversaciones, más habituales de lo
deseado, él se limitaba a sonreír tímidamente y a encoger los hombros. De todas
formas, aunque intentara explicárselo, jamás lo entenderían. Todo lo que para
ellos suponía un problema se transformaba en una ventaja a sus ojos: ¿La
soledad? Sin duda, el mejor momento para conocerse a sí mismo, para reflexionar
y enfrentarse con qué era de verdad. Del mismo modo, el cansancio había
demostrado ser el mejor aliado frente al insomnio. Y el dolor… el dolor le
ayudaba a recordar que seguía vivo.
A pesar de todo, era difícil describir con palabras la
sensación que le producía ese vicio diario. Le preguntaban que por qué corría y
no sabía muy bien qué responder. Mientras lo hacía, sentía que el mundo se
ponía en orden: el inexorable avance del segundero; sus pasos acordes, al ritmo
del tiempo y el latir de su corazón. Por un momento, daba la impresión de que
todo cobraba sentido. Sus problemas diarios, grandes o pequeños, se desvanecían
cada vez que golpeaba con las suelas de sus zapatillas. Cuando corría sentía
que no había nacido para hacer otra cosa. Y en realidad así era.
Curiosamente, sus días favoritos eran los lluviosos. Días
grises y oscuros, en los que reinaba un silencio casi místico, roto únicamente
por el repiqueteo del agua. La lluvia hacía que se sintiera libre. Observaba la
manera en la que la gente huía de ella, tratando inútilmente de evitar que sus
pertenencias se mojaran, como si les fuera la vida en ello. A él, sin embargo,
le encantaba llegar a casa calado hasta los huesos. No le importaba mojarse,
pues sabía que no tenía nada que perder. En cierto modo, ya lo había perdido
todo.
Un, dos. Un, dos. Un, dos…
Le gustaba recordarla así, con esa sonrisa tan encantadora
que dibujaba dos pequeños hoyuelos en sus mejillas. A ella nunca le había
gustado ese diminuto capricho de la naturaleza, pero a él le parecía delicioso.
Pensaba en que siempre había sentido celos al verla jugar:
centrada en el partido, no existía nada más para ella, y eso le volvía loco.
Sabía que jamás lograría atraer tanto su atención como lo hacía aquel deporte.
Admiraba y envidiaba a partes iguales la manera en la que la raqueta la
completaba, exigiéndole más, pero haciéndola feliz a la vez. Esa compenetración
que él jamás había sentido en persona.
Recordaba con una punzada de dolor cómo en otras ocasiones
había discutido con ella por ese tema sin que ninguno de los dos llegara a dar
su brazo a torcer. Solamente ahora se daba cuenta de lo egoísta que había sido.
Un, dos, un, dos, un, dos…
Se reía de ella cuando le animaba a practicar deporte –tenis
no, por supuesto; eso lo guardaba solo para sí-. Él, todo un triunfador, ya
había alcanzado más de lo que cualquiera podía desear a su edad, y se regodeaba
en el hecho de poder mirar por encima del hombro al resto del mundo desde su
recién adquirido sillón de cuero negro de despacho. Nunca había sido de los que
se esforzaban sin tener en mente una meta bien definida, y eso no iba a cambiar
ahora.
Ella le miraba con dulzura, sin llegar a entenderle, pero
aceptándole tal y como era, a pesar de sus diferencias. Al fin y al cabo, eso
era el amor.
Un, dos. Un, dos. Un, dos…
Recordaba el día en que empezó a correr. El cielo plomizo, la
lluvia diminuta pero constante, y la pena que le embargaba a la vuelta del
cementerio. Por primera vez en su vida, la visión de los zapatos oscuros y
elegantes se le hacía insoportable, y la corbata le apretaba como una soga
alrededor del cuello. Quería gritar, pero en lugar de ello, calló y guardó la
compostura. Nadie habría esperado menos de él.
De repente, en aquel momento, ocurrió por primera vez: oyó
su voz, clara y cercana, como si estuviera ahí. Echó a correr, sin saber bien
si su propósito era alcanzarla o huir de ella. “Vamos, estoy contigo”, le dijo.
Y él supo que esa voz no le abandonaría jamás.
Le preguntaban que por qué corría y no sabía muy bien qué
responder. Aunque, en su cabeza, la respuesta estaba del todo clara: corría
porque era la única manera de no estar solo. Ella corría junto a él… y en
cierto modo se alegraba al pensar que los demás jamás lo entenderían.
Un. Dos. Un. Dos. Un. Dos…
(Let music fill your life...)
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