3 de septiembre de 2013

A solas

Aprovecho hoy para compartir un pequeño relato que escribí hace ya unos meses para el Segundo Certamen de Relatos Breves "Yo, deportista" convocado por el Instituto Andaluz del Deporte. (Lógicamente) no resultó premiado, aunque sí tuve la oportunidad de publicarlo en formato digital (podéis encontrar el volumen completo aquí). Espero que os guste: 


A solas

Un. Dos. Un. Dos. Un. Dos…

El eco de sus pasos, regular y mecánico, posiblemente era su sonido favorito en el mundo. Le gustaba correr; no había otra forma de expresarlo. Daba igual si hacía frío o calor, si amanecía o anochecía: jamás pasaba un día sin que dedicara al menos un par de horas a esta actividad.

No dejaba de ser curioso: lo cierto es que nunca había sido un hombre muy disciplinado, y se le podía considerar un desastre en muchos otros aspectos de su vida. Pero a la hora de correr se transformaba en una persona diferente.

A menudo, en el trabajo, le preguntaban por el motivo de su afición. Algunos incluso trataban de disuadirle de que continuara con ello utilizando todo tipo de argumentos: la soledad, el cansancio, el dolor… Desde la comodidad de sus aburridas sillas de despacho, cualquier esfuerzo físico parecía un sinsentido mientras golpeaban compulsivamente sus teclados y miraban con nerviosismo el reloj ansiando que llegara la hora del cigarro.

No había duda de que las preguntas de sus compañeros estaban más que justificadas. Al
menos, en el círculo de personas en el que se movía, se le podía considerar un bicho raro. El simple hecho de llevar a cabo algún esfuerzo sin obtener ningún beneficio material a cambio no solo parecía impensable, sino también ridículo.

Ante ese tipo de conversaciones, más habituales de lo deseado, él se limitaba a sonreír tímidamente y a encoger los hombros. De todas formas, aunque intentara explicárselo, jamás lo entenderían. Todo lo que para ellos suponía un problema se transformaba en una ventaja a sus ojos: ¿La soledad? Sin duda, el mejor momento para conocerse a sí mismo, para reflexionar y enfrentarse con qué era de verdad. Del mismo modo, el cansancio había demostrado ser el mejor aliado frente al insomnio. Y el dolor… el dolor le ayudaba a recordar que seguía vivo.

A pesar de todo, era difícil describir con palabras la sensación que le producía ese vicio diario. Le preguntaban que por qué corría y no sabía muy bien qué responder. Mientras lo hacía, sentía que el mundo se ponía en orden: el inexorable avance del segundero; sus pasos acordes, al ritmo del tiempo y el latir de su corazón. Por un momento, daba la impresión de que todo cobraba sentido. Sus problemas diarios, grandes o pequeños, se desvanecían cada vez que golpeaba con las suelas de sus zapatillas. Cuando corría sentía que no había nacido para hacer otra cosa. Y en realidad así era.

Curiosamente, sus días favoritos eran los lluviosos. Días grises y oscuros, en los que reinaba un silencio casi místico, roto únicamente por el repiqueteo del agua. La lluvia hacía que se sintiera libre. Observaba la manera en la que la gente huía de ella, tratando inútilmente de evitar que sus pertenencias se mojaran, como si les fuera la vida en ello. A él, sin embargo, le encantaba llegar a casa calado hasta los huesos. No le importaba mojarse, pues sabía que no tenía nada que perder. En cierto modo, ya lo había perdido todo.

Un, dos. Un, dos. Un, dos…

Le gustaba recordarla así, con esa sonrisa tan encantadora que dibujaba dos pequeños hoyuelos en sus mejillas. A ella nunca le había gustado ese diminuto capricho de la naturaleza, pero a él le parecía delicioso.

Pensaba en que siempre había sentido celos al verla jugar: centrada en el partido, no existía nada más para ella, y eso le volvía loco. Sabía que jamás lograría atraer tanto su atención como lo hacía aquel deporte. Admiraba y envidiaba a partes iguales la manera en la que la raqueta la completaba, exigiéndole más, pero haciéndola feliz a la vez. Esa compenetración que él jamás había sentido en persona.

Recordaba con una punzada de dolor cómo en otras ocasiones había discutido con ella por ese tema sin que ninguno de los dos llegara a dar su brazo a torcer. Solamente ahora se daba cuenta de lo egoísta que había sido.

Un, dos, un, dos, un, dos…

Se reía de ella cuando le animaba a practicar deporte –tenis no, por supuesto; eso lo guardaba solo para sí-. Él, todo un triunfador, ya había alcanzado más de lo que cualquiera podía desear a su edad, y se regodeaba en el hecho de poder mirar por encima del hombro al resto del mundo desde su recién adquirido sillón de cuero negro de despacho. Nunca había sido de los que se esforzaban sin tener en mente una meta bien definida, y eso no iba a cambiar ahora.

Ella le miraba con dulzura, sin llegar a entenderle, pero aceptándole tal y como era, a pesar de sus diferencias. Al fin y al cabo, eso era el amor.

Un, dos. Un, dos. Un, dos…

Recordaba el día en que empezó a correr. El cielo plomizo, la lluvia diminuta pero constante, y la pena que le embargaba a la vuelta del cementerio. Por primera vez en su vida, la visión de los zapatos oscuros y elegantes se le hacía insoportable, y la corbata le apretaba como una soga alrededor del cuello. Quería gritar, pero en lugar de ello, calló y guardó la compostura. Nadie habría esperado menos de él.

De repente, en aquel momento, ocurrió por primera vez: oyó su voz, clara y cercana, como si estuviera ahí. Echó a correr, sin saber bien si su propósito era alcanzarla o huir de ella. “Vamos, estoy contigo”, le dijo. Y él supo que esa voz no le abandonaría jamás.

Le preguntaban que por qué corría y no sabía muy bien qué responder. Aunque, en su cabeza, la respuesta estaba del todo clara: corría porque era la única manera de no estar solo. Ella corría junto a él… y en cierto modo se alegraba al pensar que los demás jamás lo entenderían.

Un. Dos. Un. Dos. Un. Dos…

(Let music fill your life...)

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